viernes, 13 de junio de 2025

La servilleta de tela.

Maria Nicolau
Publicado en El País el 13 JUN 2025 -

Lo que la servilleta de papel esconde

No me da la gana aceptar que en un restaurante de 60 euros el cubierto me vistan la mesa con servilleta de papel.

Hay contextos de restauración profesional en los que una servilleta de papel es perfectamente adecuada. En un bar o un restaurante de menú para currantes, donde se juntan un gran volumen de trabajo, un servicio fugaz, libertad de tocar la comida con las manos y unos márgenes ajustadísimos, por ejemplo. También funciona en fiestas infantiles, comedores escolares y mesas donde el comensal se rige por el protocolo medieval de sorberse los mocos, levantarse a voluntad y limpiarse con la manga. Es perfecta para los banquetes que se celebran de pie, y en los que uno no puede condenar la mitad de las manos que Dios le ha dado a pasear la servilleta de un lado a otro del jardín o del salón. Entonces se agradece encontrar un montoncito de servilletas de un solo uso bien colocadas aquí y allá, donde sea que haya comida o bebida, y que tanto pueden servir para limpiar manos y comisuras, como de plato provisional para pasear brochetas o buñuelos. Finalmente, es en los bares de cócteles dónde la servilleta de papel se expresa en todo su esplendor. En ellos, funciona como posavasos, protegiendo la buena madera de la barra de los cercos de humedad, salva al amante de tragos elegantes de la vergüenza de socializar con las manos húmedas por la condensación del cristal, protege la copa de los restos de pintalabios y sirve de soporte de emergencia en el que esbozar desde un número de teléfono hasta una idea brillante para el guion del próximo gran éxito de Hollywood.

Gracias a la aparición estelar del tenedor a finales del XVIII, el bocado puede viajar del plato a la boca sin tocar piel. Esto transformó el sentido de la servilleta en los restaurantes. Habiendo nacido para limpiar manos, pasó a proteger la falda del comensal de chorretones y gotitas de aceite. Puede usarse para limpiar los labios antes y después de beber, y así no dejar un cerco desagradabilísimo de migas o maquillaje en el vaso, ni tiburones flotando en el Chardonnay. Pero su hábitat natural es el regazo, porque su sentido no es la limpieza corporal, sino la protección de la ropa y del marco de elegancia.

Una servilleta de papel aterriza en los muslos con la rotundidad del clínex usado que el viento levanta de la acera, y frena los líquidos con la eficacia de una sombrillita china de papel de arroz. Es una incoherencia escandalosa entre forma y función, y un martillazo al cristal de la ilusión de la experiencia gastronómica: el recordatorio de que todo es más low-cost de lo que aparenta.

El argumento de la sostenibilidad es paternalista, y un ejercicio de desprecio a la inteligencia. Ya puede contarme el sumiller el ahorro que el papel marrón supone en agua de lavandería. Yo observo los tres metros que me separan del techo y me pregunto a cuánto sube la huella ecológica del aire acondicionado en este local tan diáfano, y desde qué óptica es defendible que fabricar, comprar, tirar y gestionar residuos cien veces sea más sostenible que comprar una sola.

Ah, ¡que la servilleta es de papel reciclado! Por supuesto, pero no es reciclable. El papel puede reciclarse entre cinco y siete veces antes de convertirse en residuo. Con cada ciclo, sus fibras se estropean y acortan, hasta no servir para nada que deba mantener un mínimo de forma. El papel de servilleta ya ha llegado al final de su vida. Y aun si no fuera así, después de pasar por unos morros deja de ser reciclable por el mismo motivo que el cartón de la pizza: sólo se puede reciclar el papel limpio. El diseño es la única diferencia entre el papel de cara y el de culo.



Finalmente, llegamos a la madre del cordero: los costes. Lavar, secar, doblar y planchar cuesta horas al personal de sala, y se suele delegar en una empresa de lavandería industrial. Eso cuesta dinero, y la gestión de pedidos e incidencias no es quizá trabajo físico, pero sí una carga mental para el responsable del restaurante. Este es el principal motivo por el que algunos restaurantes, que gustan de llamarse gastronómicos, usan mantelería de merendola infantil.

Pues no. No se puede estar en misa y repicando. Mientras en multitud de bares de barrio se honra el acto de comer con una combinación virtuosa de humildad y orgullo y se sirven viandas en mesas con agua, pan, vino, mantel y servilleta de tela, una parte del sector, que prefiere llamarse “bistró” que “casa de comidas”, o “gastrobar” que “bar normal”, parece estar tocando techo en cuanto a autoindulgencia, y espera que el resto comamos, paguemos, callemos y vayamos cediendo terreno con la informalidad como excusa. Y así estamos, un viernes cualquiera, degustando terrina de foie con confitura de chiles y crujiente de maíz, o tosta con uvas, sardina ahumada y reducción de oloroso, con un clínex desmayado en los muslos y, en el alma, el terror sordo de saber que llegará el día de encontrar un rollo de papel de cocina en el centro de la mesa.

La servilleta de papel es la bandera blanca de la rendición y el tedio del servicio de mesa. Triple capa sólo es una buena noticia en el cuarto de baño.

miércoles, 12 de marzo de 2025

Por qué es mejor comer en (buena) compañía

De la fresa al musgo de Irlanda, del tenedor al funderelele y del arrurruz a la yogurtera: el diccionario de la Academia Iberoamericana de Gastronomía (Lid, 2019) define más de 7.000 expresiones vinculadas a la cocina y la alimentación. “Comer” no es una de ellas. No está. Será que reducirla a un acto fisiológico, a un proceso mecánico, a un listado de recetas o a un conjunto de nutrientes no basta para asirla en toda su complejidad. El significado profundo de comer no cabe en un párrafo. Tampoco en dos.

Mientras el musgo de Irlanda es “un tipo de alga comestible”; el arrurruz, “una raíz que se consume como harina”; y el funderelele, “la cuchara sacabolas del helado”, comer es más que triturar alimentos con los dientes o darle al organismo los nutrientes necesarios. La alimentación es un cruce de caminos; una superposición de planos. Por eso cada vez hay más recetarios que incorporan el prisma de la salud y viceversa: estudios nutricionales que tienen en cuenta la dimensión social de la comida.


La conocida pirámide alimentaria, por ejemplo, ya no es como antes. Ahora tiene más niveles en su base que incluyen, entre otras cosas, las actividades culinarias, el consumo de alimentos de temporada y la sociabilidad. La “nueva pirámide de estilo de vida mediterráneo para niños y jóvenes”, publicada este mes en la revista Advances in Nutrition, es más que un esquema de alimentos agrupados; ilustra un modo de entender la comida como un nexo personal y cultural.


El valioso tiempo de la comensalidad

El encuentro con otras personas es un ingrediente fundamental de nuestro estilo de vida. Comer en una mesa en compañía —la comensalidad— y el disfrute compartido de ese momento —la convivencia— son tan importantes como aquello que ponemos en el plato. “Ambas pueden traducirse en múltiples beneficios para la salud, como un mejor estado de ánimo, una reducción del estrés, una mejor ingesta de nutrientes y un mejor bienestar general”, exponen los investigadores del Instituto de Salud Carlos III y del Centro de Investigación Biomédica en Red de Fisiopatología de la Obesidad y la Nutrición (CIBEROBN).


No son los únicos. Una revisión científica publicada en Apetite en 2018 califica a las comidas familiares como “un momento valioso” porque se asocian a múltiples beneficios para los niños y adolescentes, como un mayor disfrute de los alimentos y una ingesta menos inquieta y emocional. Comer juntos de manera habitual, con horarios estructurados, incluso puede desempeñar un papel en la reducción de la obesidad infantil porque se tiende a elegir alimentos más nutritivos y a seguir una dieta más equilibrada.


Un estudio posterior sobre la dieta mediterránea en familias con adolescentes, publicado por investigadores de la Universitat Oberta de Catalunya y la Universidad Autónoma de Barcelona, justifica que el placer de compartir las comidas con personas significativas, como familiares y amigos, crea un sentido de comunidad y contribuye a perpetuar ese patrón dietético de generación en generación. De ahí que las guías más recientes en España pongan énfasis en la importancia de comer con tranquilidad, acompañados y disfrutando de la comida.


Y aquí está la clave, porque comer en compañía no equivale a comer con cualquier persona ni a hacerlo de cualquier manera. Para que el encuentro tenga sentido y produzca esa conexión beneficiosa, hay que tener en cuenta la frecuencia, la mesa, la falta de distracciones digitales, las conversaciones agradables y el tiempo dedicado a la comida. “Los estudios dicen que la comensalidad mejora la calidad dietética, presuponiendo que hay una buena convivencia”, observa el dietista-nutricionista Julio Basulto. “En el caso de los niños, si hay chantajes con la comida, presión o coacción, la experiencia cambia por completo. La calidez en el hogar mejora la ingesta; la hostilidad, la empeora”.


Esta lógica es extrapolable a las personas adultas. Como indica Basulto, “es difícil comer bien si estás en una mala situación”. También lo es cuando no tenemos con quién compartir las comidas, pese a que haya excepciones, como el creciente placer de salir a comer a solas. Una cosa es disfrutar en solitario de una experiencia gastronómica por elección y otra, la soledad no elegida ante la mesa.


El impacto de comer en soledad

En España, el porcentaje de personas que comen solas va en aumento, tanto en la comida como en la cena. En promedio, un 23 % de los adultos comen o cenan solos entre semana, según desvela un estudio publicado en 2022 por la Fundación Mapfre y el Instituto Alimentación y Sociedad de la Universidad CEU San Pablo. A su vez, desciende de manera acusada el porcentaje de población que come conversando con alguien. Con compañía o sin ella, la tendencia actual es ver la televisión o el móvil mientras comemos o cenamos.


Alimentarnos aislados reduce el momento a una de sus dimensiones —la fisiológica— y lo despoja de toda profundidad afectiva y social. Pero, además, empeora las elecciones dietéticas, las que son puramente alimentarias. El estudio EPIC-Norfolk sobre salud y envejecimiento de la Universidad de Cambridge destaca, por ejemplo, que las personas mayores de 50 años que viven solas consumen menos vegetales que las que están en pareja; también, que la combinación de viudez y vivir solo aumenta el riesgo de tener una dieta de baja calidad, y que el aislamiento social tiene un impacto negativo en la salud equivalente a fumar 15 cigarrillos al día.

“La dieta de las personas no es fija: cambia con el tiempo”, expone el documento, que se publicó en 2013 tras hacer un seguimiento dietético de 25.000 personas durante 20 años. “La capacidad de comer de manera saludable está influenciada por el entorno social de una persona, incluidos factores como el matrimonio, la convivencia, la amistad y la interacción social en general. A medida que las personas envejecen, es menos probable que coman bien y, cuando las personas mayores viven solas, su dieta a menudo se ve afectada”.


Como razona el catedrático emérito de Antropología Social de la Universidad de Barcelona, Jesús Contreras, en su libro ¿Seguiremos siendo lo que comemos? (Icaria, 2022), la carga simbólica de «tener que comer solo» es muy grande: “El cocinar, como el comer, solo parece adquirir sentido dentro de la relación social. La frialdad de los platos sencillos y la tristeza del sentarse solo a comer para saciar el hambre se contrapone a la calidez y la ilusión de las comidas compartidas […]. Frente a la ausencia de comensalidad, el comer se ‘desocializa’ e incluso parece que se ‘deshumaniza”.

La soledad frente al plato nos deja muchas veces sin todo eso que le da un sentido a la comida, más allá de su cometido básico, que es evitarnos morir de inanición. Dificulta que hagamos una elección de alimentos con mimo, que preparemos las recetas de manera más o menos esmerada o que entablemos conversaciones en la cocina y en la mesa. La merma de las relaciones personales también reduce las oportunidades de disfrutar de todos los matices que ofrece la gastronomía. Ofrenda, goce, planificación y cuidados, comer es más que el aporte de fibra, el recuento de vitaminas o la cantidad de carbohidratos. Es una expresión de cultura y un potentísimo cohesionador social.

Publicado en El País el 12 de marzo del 2025.

Autora: 

lunes, 17 de febrero de 2025

Carta a un cocinero normal



Maria Nicolau
Publicada en El País el 7 de febrero del 2025 

 Querido cocinero normal.

Confío en ti más de lo que tú confías en ti mismo. Hace tiempo que te escondes, que te disfrazas y te camuflas, pero te voy a contar un secreto: te veo.


Las circunstancias que pones como excusa para servir comida mediocre son las mismas que afectan a todos y cada uno de los demás cocineros. No existe una realidad en la que nunca se estropee la freidora un sábado a las doce del mediodía. No existe un mundo en el que tengas el mismo equipo de cocina durante décadas. La gente seguirá viniendo a comer toda de golpe y las horas seguirán pasando volando. No será más fácil cuando seas propietario de tu tan soñado restaurante ideal: hoy te presiona el jefe; mañana te apretarán los acreedores y los clientes.

Tampoco es que los comensales nos hayamos vuelto finos ni especialmente complicados: yo no recuerdo la última vez que me comí un bistec a la plancha con patatas y pensé “he aquí un magnífico bistec a la plancha con unas patatas de campeonato”.


Céntrate. No importa la gama de precios en la que juegues. Toda tu comida tiene que estar rica. Siempre. Si en la carta pone “bistec con patatas fritas”, tienes que servir buen bistec con buenas patatas fritas. Si no estás seguro de poder dar siempre buenas patatas fritas, no especifiques “fritas” y date margen para servir, cuando consideres, patatas asadas, por ejemplo, que se hacen al horno casi sin supervisar, que no hay que pelar, ni cortar, ni pochar, y que, abiertas y servidas con pimienta recién molida, sal y un chorro del mejor aceite de oliva, son un acompañamiento excelente. Si no puedes cumplir siempre la promesa de servir patatas excelentes con tu bistec, pon “bistec con guarnición” y así podrás servirlo con pimientos asados aliñados o ensalada. Sacúdete la costra de la rutina. Si no puedes dar siempre buen bistec, no ofrezcas bistec. Ya ves tú, qué necesidad. Pero un buen cocinero es aquel que pone todo su oficio y conocimientos al servicio de mover todas las piezas que haga falta para dar de comer rico sin tocar la única que realmente importa: el listón.


Hay bares y restaurantes a millones y de todo tipo y condición. Da igual lo que sirvas. Da igual cuarenta platos que tres. Da igual que trabajes con mantelería de lino y sillas tapizadas o con una barra de acero y taburetes. El listón es lo que está en todo lo que haces. Tú eres el listón. Si bajas el listón, te rebajas tú.


Lo que es caliente, tiene que ser caliente, no tibio. Lo húmedo, húmedo. Lo seco, nunca revenido. No me sirvas cosas en tostas si las cosas no van a estar jugosas y las tostas no van a estar crujientes. Si no servirías lechuga aliñada con sangre cruda, no acompañes el entrecot en contacto con la ensalada. Sirve la ensalada aparte. Si la ración de costillitas de cordero es poca cosa, añade más carne o baja el precio. No agrandes la vajilla para que parezca que viste más. No metas guarniciones mediocres al tun-tun para llenar el plato. Si tu cliente y tú no encontráis la ración y el precio de equilibrio que contente a todos, quita las dichosas costillas de la carta. Me da igual que todo el mundo ofrezca costillas y me da igual que tú no quieras ser menos que los demás. Sé más. Dime la verdad y dímela a la cara. Cambia las costillas por el mejor cuello de cordero rebozado que haya conocido madre, y lúcelo con orgullo. Conócete a ti mismo. Localiza tus puntos fuertes. Poda las demás ramas. Sé implacable.


Si sólo sabes hacer calamares a la romana excelentes, haz sólo calamares a la romana excelentes. Móntate una barra con un buen tirador de cerveza para acompañarlos, y vendremos. Pero nada de lo que digas es excusa para vender calamares a la romana congelados. Me tendrás de frente defendiendo que el mejor modelo de éxito en hostelería en este país es el de un negocio que ofrece un sólo producto y tiene siempre cola en el mostrador: el del buen asador de pollos.


Si vas a servir hojaldre, recuerda que el hojaldre es harina y mantequilla. Si vas a darnos hojaldritos o tartaletas industriales hechas de grasas de palma y de colza, emulgentes, impulsores y colorantes, entonces escríbelo con letras bien grandes en la carta, ahí donde pondrías el título del plato. Pero no te escondas, porque ya te lo he dicho antes: te vemos. Entiendo que no tengas tiempo de hacer hojaldre casero, y que el que puedas comprar de buena calidad está por encima del coste previsto para ese plato, pero nadie te obliga a tener hojaldre en la carta. Y si te emperras en tenerlo, cosa que me parece fabulosa si así te lo dicta tu corazón, busca el tiempo, cambia de cliente objetivo o de modelo de negocio, o cárgate la mitad de la carta para poder liberar tiempo y recursos. Pero no marees la perdiz, porque no cuela. Si se trata de vender ultraprocesados, una máquina de vending será siempre más eficiente que tú.


Eres el listón. Esa es tu esencia y tu verdad. Y me reitero: confío en ti más de lo que tú confías en ti mismo, porque te veo, escondido, haciendo tus juegos malabares y tus pantomimas, y me espero. Espero con ansia el día que dejes de parapetarte en las excusas y de apoyarte en los trampantojos de la industria como si necesitases muletas para caminar. Espero el día que empieces a andar por ti mismo y a darnos verdad.

Esta es la revolución que quiero.