domingo, 4 de febrero de 2018

La Lengua

Artículo de lo más interesante, sobre como la cultura influye en la percepción de cualquier tipo de comida.




La Lengua es una llave. Una pieza única y reprogramable que, a modo de dispositivo maestro, integra los códigos de entrada que activan el acceso a la satisfacción de comer. Se programa desde la infancia, incluso desde la gestación, con los aromas, sabores y texturas que marcan la cultura y el entorno. La evolución dejó perfilada en nuestro cerebro la idea de que la comida, como acto de riesgo, precisa de unas claves detalladas que nos salvaguarden de las amenazas. Evaluamos por comparación, y al ingerir algo que nos nutre y no nos causa perjuicio alguno nuestra mente lo valora como fiable y tratará de que volvamos a consumirlo con el fin de minimizar accidentes.


La sociedad en la que estamos inmersos también enmarca unas reglas de conducta alimentaria en esa dirección, con el mismo propósito que nuestro órgano de dirección. Por si fuera poco, nuestra educación sensorial es asociativa, lo que viene a establecer que la evaluación de las nuevas experiencias estará adherida al contexto en el que se produjeron. De ahí deriva la percepción afectiva, simbólica y moral que suponen para cada uno de nosotros, individual o colectivamente, muchos bocados. Toda esta información se graba en la mente fraguando el control de admisión de experiencias futuras, discerniendo entre lo legítimo o lo ilícito, entre lo bueno y lo malo.


Este es el marco donde se despliegan las musas y las desconfianzas que se encuentran al otro lado de la puerta de nuestra boca. Así, no respondemos igual, no sentimos lo mismo, ante una cucharada de guisantes lágrima guipuzcoanos o ante otra de escamoles —huevas de hormiga— guanajuatenses, por mucho que la distancia entre ambos, si se consumen con los ojos cerrados, sea mínima. Subordinados a las enseñanzas que hayamos adoptado, nuestra llave del gusto y las muescas que la modelan se alinearán con una u otra línea de corte, positiva o negativa, y girarán el cilindro de la cerradura en una u otra dirección. Pero la desconfianza y el asco se superan probando y, sobre todo, comprendiendo. ¿Jamás probaría insectos? Pues seguramente, sin saberlo, los ha ingerido en más de una ocasión. Algunos yogures, quesos frescos, helados, bebidas lácteas, gelatinas, mermeladas, conservas vegetales, golosinas, snacks, bebidas alcohólicas y productos cárnicos elaborados, como mortadelas y salchichas, incorporan el extracto de un insecto (cochinilla o Dactylopius coccus), utilizado como colorante natural para obtener un atractivo aspecto rojizo-rosáceo.


Ahora que lo sabe, o bien dejará de adquirir productos en cuya composición esté incluido el aditivo E-120, o bien los consumirá de otra manera: con conciencia. Conocer todo el saber que acumulan otras culturas que llevan nutriéndose con insectos durante miles de años, bastante más tiempo del que nosotros llevamos comiendo guisantes lágrima, es la antesala para la aprobación respetuosa de otras formas de alimentarse y, ¿quién sabe?, puede que también para animarse a probar. Es una lástima que ante la opción de tener una llave, la del gusto, programada con una cantidad incalculable de accesos a los sabores y texturas que ofrece el mundo, la limitemos al reducido número de códigos que tan solo entreabren el umbral de nuestro entorno más inmediato.


Autor: Andoni Luis Aduriz. Publicado en El País Semanal